Mayra Labastida
Blanca, de un blanco brillante que ciega la mirada de los que alrededor la observan. Fría como un hielo que se derrite a las dos de la tarde mientras espera que la vida de sin sabores le ofrezca un momento de fecunda alegría.
Parca y gris forma de sus huesos que se mueven como marionetas sin dirección, hilos que la dirigen a un mundo ingratamente desconocido por ella pero seguro para quienes le ordenan llevar una vida a modo.
Se detiene frente a él, con los ojos borrosos de tanto ver por las calles, astigmatismo en su contra, los rasgos que se reducen a pequeños destellos y formas de cuerpos vacíos que caminan como ella sin ganas, sin deseos ni fuerzas.
Entonces atina a la forma circular de aquellos ojos grises que se iluminan en el incendio de la halo de luminiscencia que viene del más allá, del sol que está a miles de años luz de este planeta pero que se toma un momento para desvanecerse en la belleza de su iris y le observa fijamente, sin tapujos sin miedo, con desnudez.
Él también la observa, desde su trinchera, sólo dos metros de distancia, ha notado qué pasa siempre a la misma hora, del cronómetro mal hecho por las autoridades de tránsito, en un semáforo que se detiene en rojo justo a las 3:46 de la tarde.
La observa desgarbada sin evidencia de querer seguir poniendo los pies en el asfalto. Presiente que quiere volar en medio de la multitud, abrir sus alas directo a él como un ángel caído que insiste en sobrevivir, como una rosa perdiendo sus pétalos que grita en su desvanecimiento por un poco de agua.
Su palidez le recuerda Bariloche, y un tango que saben bailar juntos cuando empiezan a caminar.
Paso a paso, un pie tras otro pie, uno a uno, son mitades de segundos que los acercan a un ritmo incierto de responder ¿acaso serás tú?
El viento le da forma a la silueta del cuerpo esbelto que a ella le cuesta trabajo mantener. Baila el cabello café que se ha desteñido ante sus cuatro décadas de vida.
Él viste con camisa blanca, pálido no por genética, el nervio de tenerla más cerca le ha pintado el semblante.
Ella ve un futuro que comienza en una caricia cercana al cuello.
Él ve la espalda desnuda, cóncavo de su lujuria embalsamada hace tiempo.
Los hombros se juntan en la mitad de la calle, se estremecen en la tarde amarga que seca la boca por no tener que beber, se inundan por dentro en los mares que nacen al roce de una caricia improvisada, mientras, la señalética les cuenta cinco segundos para seguir su camino.
Las puntas de sus cabellos se extienden como brazos, con las manos extendidas suplicando no volverse a separar nunca, espaldas que se miran alejándose mientras sus caminos cruzados no lograron unirse.
Me enamoro del amor que nace en la mitad de la calle, mientras espero el verde del semáforo, la palanca de velocidades está en primera y avanzo para continuar mi labor de cupido por las calles, otra pareja más que se escapa de mis deseos de unirla para siempre.